La evidencia y la duda como base de políticas públicas

Autor:  Mg. Rafael Franzini Batlle
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El problema mundial de las drogas, ya sea considerado desde la perspectiva multilateral global, regional, nacional y hasta local, ha sido objeto de continua consideración en las últimas tres décadas. Si quisiéramos darle un contexto político a ese tiempo, podríamos enmarcarlo con la vigencia de la Convención de Viena de 1988, y referirlo a las soluciones que ésta ha pretendido dar a una problemática por demás compleja.

Y, naturalmente, junto con la consideración del tema, tanto el sector público —los gobiernos, y la sociedad civil en general— como el privado —institutos de conocimiento, empresas preocupadas con las aristas científicas o sociales del tema— realizaron análisis, propusieron hipótesis, elaboraron críticas, hicieron propuestas, generaron debates y, por qué no decirlo, cometieron errores y obtuvieron logros positivos.

Sin embargo, sólo con algunos cambios anunciados y producidos en los últimos dos o tres años, se ha notado la evolución profunda del tema, lo que ha contribuido a generar una percepción sólo parcial del asunto. Y a mi juicio, aún cuando la evolución general y sostenida en el problema felizmente ha traído consigo aspectos positivos, la visión sólo referida o detenida en los cambios más recientes no ayuda ni a una buena comprensión del tema, ni al desarrollo de políticas públicas realistas y sostenibles.

Me explico: probablemente si preguntásemos al ciudadano común qué es lo que ha escuchado sobre el punto en los últimos meses y cuál es su visión sobre la realidad que le rodea, y que él mismo ayuda a crear, obtendríamos respuestas tales como “se han legalizado las drogas”, “la violencia crece por causa de las drogas”, “la legalización va a terminar con la violencia”, “gracias a la legalización el consumo se va a incrementar” y otras aseveraciones parciales, que no atienden ni a las múltiples dimensiones de la cuestión, ni a los matices que existen dentro de la misma. Por ende, contribuyen a una visión restringida, estrecha, —cuando no maniquea— del problema.

Por eso estimo que para lograr una mejor comprensión del tema es necesario aceptar algunas ideas clave en torno al mismo. Estamos frente a un problema que tiene muchas aristas —desde su impacto en la salud, su contribución a la violencia, su influencia en la productividad del individuo, su asociación al delito, hasta sus consecuencias en la gobernanza— con diversas consecuencias según desde dónde lo analicemos. Pero como problema que es, nos impone la búsqueda de explicaciones y la propuesta de soluciones.

Ahora bien, dichas soluciones, por la complejidad misma del asunto, no pueden quedar limitadas al ámbito de lo privado. El problema de las drogas no se reduce a la mera perspectiva personal: impacta a la comunidad, se proyecta a la vida nacional, y adquiere connotaciones universales. Por lo tanto, su abordaje requiere el desarrollo de políticas públicas integrales que cubran los distinto ámbitos afectados en sus diversas materias: el personal, el comunitario, el nacional, el global, sean éstos en aspectos sanitarios, económicos, de desarrollo, de seguridad o de gobernanza.

Aceptado lo anterior, y por haber aceptado un punto de partida individual en el asunto, no se podría (o no se debería) proponer ninguna solución si la misma no está en plena conformidad con los derechos humanos, ya sea en lo que tiene que ver con derechos básicos en el ámbito de lo privado, pasando por aquellos que refieren a la salud, hasta llegar a las garantías observables en el proceso penal. En pocas palabras, en el problema de las drogas, es el individuo, y no las sustancias, quien ocupa el centro de la cuestión. Y ese no es un tema menor.

Por lo pronto, es el individuo quien consume. Es el individuo quien, sea por circunstancias psíquicas o sociales, deviene consumidor problemático. Es el individuo a quien hay que tratar. Es el individuo a quien hay que recuperar para insertarlo en la sociedad. Así, es con acciones dirigidas a la persona que pretendemos que ésta retrase el inicio del consumo o, mejor, no consuma. Es la persona quien debería beneficiarse de las intervenciones que garanticen su acceso a las condiciones de seguridad humana (educación, salud, vivienda, trabajo, etc). Es la persona quien tiene derecho a tratamiento por su adicción a las drogas (una enfermedad crónica y tratable). Es, en fin, la persona quien debe beneficiarse de acciones sociales de inserción que contribuyan a evitar tanto el consumo de drogas como su involucramiento en transgresiones a la ley.

Y la mera enumeración de las circunstancias o acciones mencionadas en el párrafo anterior nos llevan al inicio. ¿Qué tanto se sabe de todo lo que ha sido o es necesario discutir, desarrollar, implementar, para encarar soluciones como las que venimos de referir? ¿Se ha tomado conciencia de que las acciones de prevención de uso de drogas no pueden estar basadas en propuestas voluntaristas y que debemos recurrir a la evidencia para su diseño? ¿Sabemos o admitimos que si hablamos de un consumidor problemático será con acciones sanitarias, y no con medidas penales, que habremos de tratarlo? O al momento de buscar medidas de rehabilitación de adictos transgresores de la ley, ¿tomamos en consideración las actuales condiciones de los sistemas de prisión? ¿Consideramos otras medidas alternativas al encierro?

Plantearnos estas preguntas es respondernos algunas cuestiones previas al diseño de políticas de drogas. Porque, bien que se mire, para admitir que la prevención se debe basar en evidencia, hubo que plantearse hipótesis, medir impactos, saber más y mejor. Para aceptar que un adicto problemático es o debe ser sujeto de derecho de salud, no de derecho criminal, hubo que generar conocimiento sobre qué cosa es la adicción a las drogas, sin pre conceptos basados en ideologías. Y para buscar alternativas al encierro de adictos problemáticos que transgredieron la ley por causa de su adicción, hubo que ir a lo profundo de las realidades biológicas y sociales de esas personas, analizar las posibilidades reales de rehabilitación que ofrece el sistema carcelario, medir el consumo en población carcelaria, conocer las elevadas tasas de prevalencia de consumidores de sustancias con VIH-SIDA, así como de población carcelaria con tal dolencia. De la misma forma, también hubo que producir datos sobre las tasas de reincidencia de uso de drogas y comisión de delitos de quienes se beneficiaron con medidas alternativas a la privación de libertad, respecto a aquellos que fueron directamente a los sistemas tradicionales de justicia y prisión.

Reitero, plantearnos la pregunta es una buena base para encarar el futuro de las políticas públicas de drogas. La cuestión, creo, no pasa simplemente por adoptar una determinada política de drogas o una solución específica dentro de ésta. Se trata del proceso previo. ¿Estuvieron todas las partes pertinentes convocadas a su diseño? ¿Cuál fue el grado de debate o —para ir al centro del asunto— hubo debate? ¿Qué información se utilizó, cómo se generó esa información? ¿Participó la sociedad civil en el proceso? ¿Y la academia, estuvo involucrada? Los datos que contesten estos interrogantes y las acciones que corrijan situaciones negativas serán fundamentales de cara a la Sesión Especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas (UNGASS) del 2016.

Seguramente, si nos atrevemos a formular algunas preguntas, encontremos respuestas muy importantes a la luz de las políticas que buscamos moldear. Por ejemplo, ¿es una hipótesis válida que la violencia ciudadana va a disminuir por la legalización de una sustancia dada? ¿Cuál ha sido el comportamiento de una sociedad determinada ante el endurecimiento o flexibilización de una ley relativa al consumo? ¿Los resultados de tal endurecimiento o flexibilización han sido constantes en el tiempo? En términos de salud pública, ¿qué es más eficiente, el encarcelamiento o el tratamiento ambulatorio? ¿Cuáles son los resultados del tratamiento obligatorio?

A veces, cuando reflexiono por unos instantes a pensar en nuestro trabajo, en todo lo que hemos visto, en los procesos en los cuales estuvimos involucrados, en los productos y soluciones que se plantearon y se intentaron, en sus resultados, llego a la conclusión, una y otra vez, que en este tema tan espinoso las dudas y la evidencia nos van poniendo en el camino correcto.

Y me reafirmo en que difícilmente progresemos si no abrimos el espacio al debate, donde tanto las convicciones como las dudas puedan ser discutidas a la luz de lo que conocemos.