Adicciones: Subjetividades Desarticuladas

Autor: Lic. Nicolás Poliansky
Ambito: Departamento de Investigación en Salud Mental y Adicciones, Fundación Convivir

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Las adicciones constituyen un problema contemporáneo que atraviesa sin distinción todas las edades y todas las clases sociales. A esta altura, están socialmente instituidas porque son efecto de unas prácticas sociales de subjetividad y porque su efecto es universalmente reconocible. Así, en la sociedad actual aparece un nuevo tipo de subjetividad: el consumidor, quien cree sostenerse como tal en la promesa de alcanzar un objeto totalmente satisfactorio. Así todo parece esperarse del objeto y nada del sujeto. Entonces no se produce nada parecido a la modificación del objeto por el sujeto ni del sujeto por el objeto. “En un comercio sin interacción el sujeto puede obtener y desechar, pero no es libre de alterar ni alterarse, con lo cual queda excluida la posibilidad de una experiencia y una historia”. (Lewkowicz, 1999) De este modo las adicciones se configuran como un síntoma social, donde el contexto global multiplica la generación de consumidores a la espera de la siguiente promesa de felicidad que llegará de la mano de un objeto novedoso.
El campo de las adicciones pone así de manifiesto un entramado dinámico de determinantes biológicos, psíquicos y sociales que se inscriben en el sujeto dejando marcas profundas en el psiquismo, en el cuerpo y en el organismo. Si bien la droga tiene efectos universales y provoca síntomas similares en cada uno de los sujetos que atrapa (abstinencia, tolerancia, efectos de intoxicación), la clínica revela que cada persona que padece una adicción, en su relación con la sustancia, presenta aspectos singulares, por eso es necesario atender ambas cuestiones. Resulta inútil intentar insertarlas en una psicopatología, así como también es ardua la tarea de abordarlas únicamente desde el psicoanálisis. Es cierto que una persona con un problema de adicción lejos está de poder ser en principio un analizante, lo que no significa que no pueda serlo, pero es largo el recorrido y muchos pacientes se pierden en el camino –y lo de perderse es bien literal.
En la mayoría de los casos, el consumo de sustancias corrompe el anudamiento estructural del sujeto. A pesar de esa dificultad puede rastrearse que algo del cuerpo no fue terminado de recortarse en su superficie por la pulsión y que parte de esa pulsión quedó liberada fuera de su recorrido habitual. Ese cuerpo con agujeros abiertos al goce por fallas en la simbolización deja en primer plano al organismo como maquinaria. Maquinaria que no fue velada por un nombre propio que la dejara oculta y silenciada al modo de un cuerpo bien libidinizado. Y esa pulsión parcial desagregada, es decir, sin posibilidad en principio de elaboración funciona como una barrera que impide la simbolización de la demanda y por tanto la aparición del deseo. En algunos casos, se pueden observar las dificultades en la instauración de una significación fálica que anude un nombre del cual valerse, así aparecen intentos más o menos articulados que fracasan al no poder lidiar con sus propias inconsistencias. El nombre propio, como el nombre de uno de los nombres del nombre del padre, no alcanza como para darle al sujeto la consistencia necesaria que permita varios predicados posibles. Así la consistencia en Ser del “ser adicto” constituye una barrera que obtura la posibilidad de que el malestar del consumo empiece a dialectizarse.
Un paciente con una adicción, en el momento en que se encuentra tomado por ese goce desmedido que lo impulsa a la búsqueda del consumo, también puede pensarse como un fuera de discurso. “El imperativo de goce superyoico precipita hacia la desubjetivización en tanto lo real acecha para degradar al sujeto a la condición de objeto, desenmascarando al fantasma en la neurosis, o arrojándolo hacia el avasallamiento de un Otro gozador en la psicosis”. (G. Ambertín, 2014) Frente al impulso no hay lugar para la palabra, hay un ruido enloquecedor que se vuelve imperioso acallar y que, en apariencia, sólo resulta posible con el consumo de la sustancia. En un paciente que se encuentra en situación de consumo, el sujeto está ausente, al menos en ese momento y por eso el consumo plantea una forma de satisfacción alucinatoria y autoerótica, donde la palabra no tiene ningún valor y la relación con el Otro se diluye hasta el desgarro, pasa a ser algo que molesta y un destino frecuente de esa degradación culmina en el aislamiento y la ruptura del lazo social. Lo que prima es el darse a ver de ese goce autoerótico en el que la palabra va perdiendo su valor hasta volverse innecesaria y se sustituye por la acción: el impulso de búsqueda.
En este empuje a gozar que propone el Otro social, el infinito es el límite y la cuenta de los excesos se paga con la rotura, en ocasiones del psiquismo, del cuerpo, en ocasiones del organismo, y hasta con la propia vida. Por eso en la clínica de las adicciones se vuelve imprescindible sumar y articular saberes para luego darles un valor significante.
Detener el consumo implica una renuncia que únicamente tendrá valor si se constituye como decisión de sujeto y no necesariamente es un punto de partida y quizá tampoco un punto de llegada. Es la construcción de un “No” que surge por añadidura a un trabajo de elaboración psíquica en el que se trata de ubicar las múltiples determinaciones que llevaron a instalar en un sujeto la vulnerabilidad de un consumo problemático. Pero a la vez, cuando el consumo está instalado sin interrupción, el sujeto pierde su libertad por estar ausente de sí mismo y la vía elaborativa se encuentra imposibilitada. Por eso elaboración psíquica y cese de consumo suponen un movimiento, una torsión que es siempre dinámica. Si el psiquismo se encuentra inundado por los efectos tóxicos de las sustancias, detener el consumo es condición de posibilidad para que aparezca el sujeto y luego -según el caso- quizá una demanda que permita circunscribir ese agujero que en algunas ocasiones permitirá el deseo. Ese agujero se encuentra taponado por la función de la sustancia que detiene el tiempo y crea una satisfacción alucinatoria de completud.
Detener el consumo de una adicción supone una decisión de sujeto que implica determinada invención subjetiva. Renunciar al goce provocado por una sustancia no es sencillo y en el punto de esa pérdida es donde debería alojarse el invento de ese sujeto. Detener el consumo nunca debe plantearse desde una exterioridad, no sólo porque carecería de sentido sino porque como intervención resultaría absolutamente inútil. Es la responsabilidad subjetiva la vía regia que permite la detención del consumo. Un límite preciso ubicado en la lógica de cada sujeto singular.
Cierto es que el consumo de sustancias psicoactivas crea la ilusión de que es posible anular el dolor y anestesiar el sufrimiento, haciendo del malestar insoportable un lugar donde apoltronarse, pero también sucede que más allá o más acá en el tiempo, las drogas fracasan como respuesta. El trabajo transferencial es muy arduo y delicado porque siempre late el riesgo de que el analista quede en el lugar del Superyó del paciente o permanezca mudo frente a la competencia desigual que puede plantear la sustancia. En los inicios del tratamiento el tiempo que lleva que pueda generarse alguna demanda es largo y repleto de obstáculos. En esos inicios, el silencio es un gran enemigo, es un vacío que se vuelve insoportable. La situación de consumo no deja lugar para la palabra, y sin palabra no hay cuerpo significante, ni sexualidad posible. Entonces si el paciente no es el que pone las palabras, el silencio no sirve: en ese caso es tarea del analista poner las palabras que sean necesarias. La posición del analista es una ubicación, una perspectiva que brinda una orientación a una superficie que aparece resquebrajada en su continuidad; orientar una superficie en la que pueda producirse corte. Dar un sentido, armar un relato, construir una ficción posible para que el sujeto pueda habitarla.